El siete de
diciembre, comenzando una madrugada calurosa, mi corazón se detuvo. Fueron unos
pocos segundos, pero ese silencioso latido invitó a la muerte al borde de mi
ventana. Acarició las flores que cuidé por meses y miró mi rostro, el sudor que
me cubría, mi ignorancia. La muerte, imagino, sonrió. Y con su cálida mano
prefirió despertarme a llevarme en su oscuro seno. Su visita fue corta pero
prometedora; su caricia quedó congelada en mi mejilla.
Desperté
con un dolor acuciante en el pecho, como una estampida de imaginarios elefantes
que pisoteaban mi esternón. Traté, en vano, de aliviar mi dolor con todas las
medicinas que tenía a mi lado. Nada funcionó. Miré mi cama de dos metros que
solo habitaba a medias. Me fijé en el armario cerrado y en la ausencia de unos
pasos que alguna vez pudieron ayudarme. El dolor se regó por toda la habitación
y sentí los elefantes corriendo en mis hombros y en mi mandíbula. Traté de
tomar aire. No había aire.
Pedí un
Uber con los ojos entrecerrados. Recorrimos las calles que marcaron mi vida en
la búsqueda de un hospital. La ciudad dormitaba; y las luces que debían darle
forma al amanecer bostezaban con pereza, sin el ánimo necesario para otro día
más. Pero no hubo despertar, ni cantar de mirlos, ni rocío de mañana; solo el
frenesí de luces blancas, voces monótonas, sonrisas y vacío, mucho vacío. La
iridiscente noche quemó mis párpados y murió.
Luego, frente al espejo urbano, intoxicado por el aire poroso de la ciudad me vi reflejado. No morí, seguí allí, la muerte solo jugaba.
No sé vivir bien. Y claramente tampoco morir adecuadamente.
Pedí un taxi y me deje perder por las calles de una ciudad que, hace unos pocos minutos, se había olvidado de nuevo de mí.