La mujer bailaba bien, comprobó Max Costa. Suelta y con
cierta audacia. Incluso se atrevió a seguirlo en un paso lateral más
complicado, de fantasía, que él improvisó para tantear su pericia, y del que
una mujer menos ágil habría salido poco airosa. Debía acercarse a los
veinticinco años, calculó. Alta y esbelta, brazos largos, muñecas finas y
piernas que se adivinaban interminables bajo la seda ligera y oscura, de
reflejos color violeta, que descubría sus hombros y espalda hasta la cintura.
Merced a los tacones altos que realzaban el vestido de noche, su rostro quedaba
a la misma altura que el de Max: sereno, bien dibujado. Trigueña de pelo, lo llevaba un poco ondulado
según la moda exacta de esa temporada, con un corte a ras descubriendo la nuca.
Al bailar mantenía la mirada inmóvil más allá del hombro de la chaqueta de frac
de su pareja, donde apoyaba la mano en la que relucía un anillo de casada. Ni
una sola vez, después que él se acercase con una reverencia cortés ofreciéndose
para un vals lento de los que llamaban Boston, habían vuelto a mirarse a los
ojos. Ella los tenía de un color miel transparente, casi líquido; realzados por
la cantidad de rimmel justo – ni un toque más de lo necesario, lo mismo que el
carmín de la boca – bajo el arco de unas cejas depiladas en trazo muy fino.
Nada tenía que ver con las otras mujeres que Max había escoltado aquella noche
en el salón de baile: señoras maduras con perfumes fuertes de lila y pachulí, y
torpes jovencitas de vestido claro y falda corta que se mordían los labios
esforzándose en no perder el compás, se ruborizaban cuando les ponía una mano
en la cintura o batían palmas al sonar un hupa-hupa. Así que por primera vez
aquella noche, el bailarín mundano del Cap Polonio empezó a divertirse con su
trabajo.
No volvieron a mirarse hasta que terminó el Boston – era What I’ll Do – y la orquesta atacó el
tango A media luz. Se habían quedado
un momento inmóviles en la pista semivacía, uno frente al otro; y al ver que
ella no regresaba a su mesa – un hombre vestido de smoking, seguramente el
marido, acababa de sentarse allí – con los primeros compases él abrió los
brazos y la mujer se adaptó de inmediato, impasible como antes. Apoyó la mano
izquierda en su hombro, alargó con languidez el otro brazo y empezaron a
moverse por la pista – deslizarse, pensó Max que era la palabra – de nuevo con
los iris de color miel fijos más allá del bailarín, sin mirarlo aunque enlazada
a él con una precisión asombrosa; al ritmo seguro y lento del hombre que, por
su parte, procuraba mantener la distancia respetuosa y justa, el roce de
cuerpos imprescindibles para componer las figuras.
- - Le parece bien así – preguntó tras una evolución
compleja, seguida por la mujer con absoluta naturalidad.
Ella le dedicó una mirada fugaz, al fin. También, quizás, un
suave apunte de sonrisa desvanecido en el acto.
- - Perfecto.
En los últimos años, puesto de moda en París por los bailes
apaches, el tango, originalmente argentino, hacía furor a ambos lados del
Atlántico. De modo que la pista no tardó en animarse de parejas que
evolucionaban con mayor o menor garbo, trazando pasos, encuentros y
desencuentros que, según los casos y la pericia de los protagonistas, podían ir
de lo correcto a lo grotesco. La pareja de Max, sin embargo, correspondía con
plena soltura a los pasos más complicados, adaptándose tanto a los movimientos
clásicos, previsibles, como a los que él, cada vez más seguro de su
acompañante, emprendía a veces, siempre sobrio y lento según su particular
estilo, pero introduciendo cortes y simpáticos pasos de lado que ella seguía
con naturalidad, sin perder el compás. Divirtiéndose también con el movimiento
y la música, como era patente por la sonrisa que ahora gratificaba a Max con
más frecuencia tras alguna evolución complicada y exitosa, y por la mirada
dorada que de vez en cuando regresaba de su lejanía para posarse unos segundos,
complacida, en el bailarín mundano.
Mientras se movían por la pista, él estudió al marido con
los ojos profesionales, de cazador tranquilo. Estaba acostumbrado a hacerlo:
esposos, padres, hermanos, hijos, amantes de las mujeres con las que bailaba.
Hombres, en fin, que solían acompañarlas con orgullo, arrogancia, tedio,
resignación u otros sentimientos igualmente masculinos. Había mucha información
útil en alfileres de corbata, cadenas de reloj, pitilleras y sortijas, en el
grosor de las carteras entreabiertas mientras acudían los camareros, en la
calidad y corte de una chaqueta, la raya de un pantalón o el brillo de unos
zapatos. Incluso en la forma de anudarse la corbata. Todo era material que
permitía a Max Costa establecer métodos y objetivos al compás de la música; o,
dicho de modo más prosaico, pasar de bailes de salón a posibilidades más
lucrativas. El transcurso del tiempo y la experiencia habían acabado
asentándolo en la opinión que siete años atrás, en Melilla, obtuvo del conde B
oris Dolgoruki-Bragation – cabo segundo legionario en la primera Bandera del Tercio de
Extranjeros –, que acababa de vomitar, minuto y medio antes, una botella entera
de pésimo coñac en el patio trasero del burdel de la Fátima:
- - Una mujer nunca es solo una mujer, querido Max.
Es también, y sobre todo, los hombres que tuvo, que tiene y que podría tener.
Ninguna se explica sin ellos… Y quien accede a este registro posee la clave de
la caja fuerte. El resorte de sus secretos.
Dirigió un último vistazo al marido desde más cerca, cuando
al concluir esa pieza acompañó a su pareja de vuelta a la mesa: elegante,
seguro, pasados los cuarenta. No era un hombre guapo, pero sí de aspecto
agradable con su fino y destinguido bigote, el pelo rizado un punto canoso, los
ojos vivos e inteligentes que no perdieron detalle, comprobó Max, de cuanto
ocurría en la pista de baile. Había buscado su nombre en la lista de reseras
antes de acercarse a la mujer, cuando aún estaba sola, y el maître confirmó que
se trataba del compositor español Armando de Troeye y señora: cabina especial
de primera clase con suite y mesa reservada en el comedor principal, junto a la
del capitán; lo que a bordo del Cap Polonio significaba mucho dinero, excelente
posición social, y casi siempre ambas cosas a la vez.
- - Ha sido un placer, señora. Baila
maravillosamente.
- - Gracias.
Hizo una inclinación de cabeza casi militar – solía agradar
a las mujeres esa manera de saludar, y también la naturalidad con que tomaba
sus dedos para llevarlos cerca de los labios –, a lo que ella correspondió con
un asentimiento leve y frío antes de sentarse en la silla que su marido, puesto
en pie, le ofrecía. Max volvió la espalda, se alisó en las sienes el reluciente
pelo negro peinado hacia atrás con gomina, primero con la mano derecha y luego
con la izquierda, y se alejó orillando la gente que bailaba en la pista. Caminaba
con una sonrisa cortés en los labios, sin mirar a nadie pero advirtiendo en su
metro setenta y nueve centímetros de estatura, vestido de impecable etiqueta –
en eso había agotado sus últimos ahorros antes de embarcar con contrato de ida
para el viaje a Buenos Aires –, la curiosidad femenina procedente de las mesas
que algunos pasajeros ya empezaban a abandonar para dirigirse al comedor. Medio
salón me detesta en este momento, concluyó entre resignado y divertido. El otro
medio son mujeres.