Escribir
cuando te duele algo es absurdo. Te ponés todo monotemático y las palabras se
quedan estancadas; y no las podés decir. Nada, te quedás callado, absorto en la
contemplación de todo lo que hiciste mal, las cosas que ya no le decís a nadie,
las mierdas que nunca ocurrirán. Y lo que escribís suena a la canción que estás
escuchando; I love you so de The Walters. Suena la primera estrofa y
pensás que te representa, que no basta con amar como un loco cuando no podés
lidiar con el todo del otro. Pero no te podés querer tanto como el de la
canción. También querés irte, pero porque te hace falta huir, porque no querés
afrontar, porque uno también se desgasta, como todos los borradores que compró
tu madre y te acabaste, arruinando cartas de amor.
Y te ibas a
casar. Como en las películas cursis que odiaste desde el hígado hasta el
corazón. Planeaste un hogar juntos, maestrías, toneladas de “sería bonito que…”
irrealizables. Miras las cosas que amontonaste en tu habitación que iban a ser
para los dos, los regalos que compraste y ya no quieres entregar el mes siguiente,
tu vida, desordenada, impropia, absurda.
Me odio
tanto.
Piensas,
quizás. Y miras tu trabajo pendiente, en el computador. Antes de empezar a
escribir tu disertación terminabas un ensayo sobre las sociedades virtuales representadas
en un collage loquísimo de Reddit. Pero ya no quieres decir nada por mucho que
te apasione el tema. ¿Para qué? ¿Quién te va leer si tus interlocutores también
se están quedando ciegos? No quieres
estar allí, en algún lado, midiendo en herzios y pestañazos un texto ingenuo.
Ojalá el
gato mejore.
Y puedas
sonreir.
Y
sobrevivas a tus padres.
Tú puedes.
Yo sí te
amo.