martes, 31 de diciembre de 2024

Sigo aquí. Pese a todo.

 

El siete de diciembre, comenzando una madrugada calurosa, mi corazón se detuvo. Fueron unos pocos segundos, pero ese silencioso latido invitó a la muerte al borde de mi ventana. Acarició las flores que cuidé por meses y miró mi rostro, el sudor que me cubría, mi ignorancia. La muerte, imagino, sonrió. Y con su cálida mano prefirió despertarme a llevarme en su oscuro seno. Su visita fue corta pero prometedora; su caricia quedó congelada en mi mejilla.

Desperté con un dolor acuciante en el pecho, como una estampida de imaginarios elefantes que pisoteaban mi esternón. Traté, en vano, de aliviar mi dolor con todas las medicinas que tenía a mi lado. Nada funcionó. Miré mi cama de dos metros que solo habitaba a medias. Me fijé en el armario cerrado y en la ausencia de unos pasos que alguna vez pudieron ayudarme. El dolor se regó por toda la habitación y sentí los elefantes corriendo en mis hombros y en mi mandíbula. Traté de tomar aire. No había aire.

Pedí un Uber con los ojos entrecerrados. Recorrimos las calles que marcaron mi vida en la búsqueda de un hospital. La ciudad dormitaba; y las luces que debían darle forma al amanecer bostezaban con pereza, sin el ánimo necesario para otro día más. Pero no hubo despertar, ni cantar de mirlos, ni rocío de mañana; solo el frenesí de luces blancas, voces monótonas, sonrisas y vacío, mucho vacío. La iridiscente noche quemó mis párpados y murió.

Luego, frente al espejo urbano, intoxicado por el aire poroso de la ciudad me vi reflejado. No morí, seguí allí, la muerte solo jugaba. 

No sé vivir bien. Y claramente tampoco morir adecuadamente.

Pedí un taxi y me deje perder por las calles de una ciudad que, hace unos pocos minutos, se había olvidado de nuevo de mí.