lunes, 18 de abril de 2011

Muro de fuego

El tiempo  era más lento en ese infierno. El hombre miró alrededor pero solo vio las vigas ardientes que susurraban cenizas sobre su rostro. Aún así, sentía que debía continuar; algo le llamaba. Ajusto su viejo y roído abrigo de bombero y saltó varios escalones desmoronados para alcanzar un paso seguro en la escalera. Estaba cansado y dolorido, pero si había vidas en ese piso –el último – también merecían una oportunidad. Alcanzó la cima y se encontró con varias puertas destrozadas a hachazos y el ruidoso crepitar de las llamas. Había perdido el tiempo. Tras él se desmoronaron en escombros las pocas escaleras que quedaban, cerrando  la única vía entre él y el tercer piso. El hombre insultó al aire. Buscó con su mirada una ventana y pronto la vio: Al final del pasillo, al lado de una puerta rosada intacta. Corrió hacia ella y rompió el vidrio. Abajo se encontraban sus compañeros consolando a los familiares y ayudando a los heridos. Se veían como hormigas cuando alguien pisaba su camino: Desordenadas, buscando caminos alternos, sin saber qué hacer, mintiéndose a sí mismas, prometiéndose que todo estaría bien. Gritó con todas sus fuerzas para llamar la atención, pero las llamas y la tos apagaron su voz. Intento maldecir de nuevo, pero un débil lloriqueo y unos apagados ladridos llamaron su atención. Buscó de donde provenían y encontró la respuesta tras la puerta rosada, pero el ardiente pomo de la puerta le impidió pasar. El hombre rompió la puerta embistiéndola y cayó en un cuarto pequeño, rodeado de peluches negros de hollín que le miraban con un brillo macabro en sus ojos. No pudo evitar estremecerse. Siempre le había parecido que matar animales y luego idolatrarlos en peluche era lo más oscuro que tenia la humanidad, pero no lo comentaba. Los lloriqueos habían parado. El cuarto ya había sido invadido prácticamente por completo y la puerta por la que había entrado desapareció a sus espaldas cubierta por las vigas del techo. Era el fin. Quien estuviera allí tendría compañía para morir. Un ladrido fuerte se escuchó desde el otro lado de la habitación. Frente a él había una puerta escondida tras una muralla de llamas. No lo pensó mucho; pronto el fuego se apoderaría de su espacio y debía encontrar una salida; además por supuesto, salvar a quien estuviera detrás. Apretó el paso y atravesó el muro y la puerta rápidamente. Un golpe seco en la frente le hizo perder la consciencia.

Un fuerte golpe en la cara y un ladrido le devolvieron a la realidad. Una niña le miraba con ojos llorosos mientras sostenía un perrito gris en sus manos. El hombre se inclinó y estudió la situación. Estaba en una habitación de sirvienta. Tenía una ventana pequeña que daba a un callejón, pero era lo suficientemente grande para los dos. Debía salir ahora, el tiempo se acababa y el fuego no era paciente en ningún sentido a la hora de avanzar. Una lengua de fuego abraso su espalda y le obligo a decidirse. No lo pensó. Tomó a la niña en brazos y atravesó la ventana de un salto hacia el vacio de cuatro pisos que le esperaba. Vidrios y trozos de madera saltaron junto a ellos. El tiempo lentamente recupero su cauce. La caída fue larga para ambos, pero el golpe final no lo sintieron igual. El bombero cayó de espaldas y sintió como todo se hundía en su interior. El aire comenzó a escapar por todas partes y perdió la fuerza. La niña solo perdió el aire y se lastimo con una astilla de madera. Varios hombres se acercaron y se llevaron a la niña. Otro bombero le tomó de la mano.
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- Todo estará bien, Bile - Murmuró  sin seguridad - La niña ya esta a salvo, no debes preocuparte... resiste, ya vendra ayuda.

El hombre volteo la mirada y vio los ojos claros de la niña. Brillaban con tranquilidad mientras abrazaba su perrito. No los volvería a ver nunca. La imagen se le nubló y lentamente las palabras de tranquilidad de su amigo se volvieron un molesto pitido. Luego un ladrido, luego un beso en la frente y todo desapareció.

jueves, 14 de abril de 2011

La prosa y la muerte

La noche que le conocí fue perfecta. Él era un hombre que en una noche se enamoró, se casó, invocó al viento y desapareció. Se esfumó de la misma manera en que llegó; entre las hojas de una extensa novela, galopando hacia un elaborado epílogo. Otro mártir de uno de tantos asesinos que se ocultan tras una afilada prosa. Otro héroe, que tras solucionar todos sus problemas huye de nuestra “realidad” buscando su lugar. El dueño de una de las tantas lapidas de más de 200 páginas que ahora venden sin vergüenza en las librerías: El personaje principal de una novela.

El escritor de una narración, ya sea novela o cuento, saca una “pluma” y se sienta a escribir. Con la tinta crea un mundo de palabras lleno de personas y todo tipo de seres que pasen por su cabeza. Lo desarrolla con estilo y delicadeza durante la historia y cuando termina de usarlos desaparecen “sospechosamente”. La vida que se les fue dada pierde sentido más allá de su contexto. Mueren tras pasar la historia; para ellos no hay nada después de su final feliz. ¿El hecho de crear te da derecho a matar a tus creaciones? Si fuera así, todas las madres matarían a sus hijos cuando se cansaran de ellos. Los escritores del género narrativo son asesinos disfrazados de “artistas”.

Ahora bien, algunos lectores les dan vida a sus personajes más allá del texto. La historia continua en la imaginación de cada uno. Es más, el autor también llevaría a sus personajes presentes en el mundo supuesto que les creo. ¿Se puede afirmar que trascendieron la historia y ahora viven también en los corazones de los lectores y el autor? No. La historia termina junto a sus personajes. Los retazos que quedan de su “personalidad” en la mente de cada uno, son como los recuerdos que se alborotan cuando muere un familiar cercano.

Cada nuevo lector, es una nueva vida para ese mundo de personajes, no una nueva historia. El final es inevitable e invariable. Quizás un nuevo autor reescriba la historia con otro final más atrevido, pero no será producto del mismo mundo del autor original. El ciclo se repite una y otra vez. El héroe muere para volver a nacer en las primeras páginas de un nuevo libro corriendo hacia el final que tan bien conoce. Es verdad que el lector le da vida a la historia, pero es el escritor quien decide cuándo debe comenzar y cuando debe terminar. El final es inmutable.

Como ejemplo, podemos ver la novela de Gabriel García Márquez: Cien años de soledad. En más de 400 páginas el autor logra, de creativas maneras matar a toda una familia  y condenar un pueblo al olvido. ¡No espera a que desaparezcan con el final del libro! Les va quitando lentamente sus papeles concorde pasa la historia. Les destierra uno por uno hasta que su último personaje Aureliano “n” descubre que desde un principio estaba condenado a morir por la maldición familiar. ¡El perfecto asesino!

Hay autores que tratan de trascender la historia con sagas eternas, pero tarde o temprano terminan. No les basta con crear seres que al final morirán; Deben darle una vida más extensa para que en la última página sea más doloroso para el lector separarse de sus  amigos de aventura. Sea por muerte o por final feliz, nos separamos del libro con el sabor amargo de que no volveremos a saber de ellos; de sus riñas imaginadas y sus frases cliché; de todo aquello que nos enseñaron. El escritor debe tener un placer macabro con el dolor ajeno para escribir este género. Definitivamente.

¿Qué ocurrió con Miguel Strogoff? ¿Se habrá casado la caperuza roja con el hijo del cazador que la salvó? ¿Volvió Bastian Baltasar Bux a Fantasía? ¿Qué fue de mis héroes favoritos? ¿Por qué no fui invitado a su funeral? No lo sé. Probablemente se hayan olvidado de uno de sus lectores dedicados. Les revivo una vez al mes para encontrarme de nuevo buscándoles a ciegas en las librerías de mi simpática realidad. Sus autores se esconden tras  escritorios de madera remojando un puñal en tinta y riendo. Riendo del destino de los seres que crean y matan en su imaginación. Seres que los alimentan con sus historias. Seres perdidos en algún lugar de la mancha…