domingo, 23 de noviembre de 2014

Digerir, después, leer.

Leer, ha sido, gran parte de mi vida, algo mecánico. Recorro los textos sin tregua, mientras cazo piezas de rompecabezas con la expectativa de armar una o varias ideas. No me tropiezo, corro sin mirar atrás, pescando ideas fáciles frente a mí que puedan servirme para digerir. Le arranco un sentido – cualquiera – a las palabras, las frases, los párrafos; me apresuro a llegar al final para que mi memoria sostenga todo lo que quepa en la pequeña ánfora que me tocó; luego la vuelco en el borde de la página y reviso, escaneo, pienso, reflexiono lo que me quedó. Finalmente vuelvo al texto y tras digerirlo levemente, empiezo a leer.

A mis cinco años, cuando me “leía” la Historia Interminable de Ende, no pensé que enfrentarme a un texto sería difícil. Me resultaba sencillo pensar que podía correr por las páginas siguiendo a Bastián Baltasar Bux o Atreyu en sus aventuras, sin pensar en trascender el texto. Todo era hermoso, entretenido y demasiado sencillo. A mis veinticinco años agonizo con treinta páginas de texto escrito las cuales leo en silencio, en voz alta, a gritos y me llevan a encerrarme en el cuarto para reflexionar o enredarme la cabeza. Al final, sin embargo, el texto no me dice mucho. Se queda callado, su título en mis pupilas, esperando que procese sus ideas o vuelva a entrar en él.

No puedo presumir de mi universo léxico, ni de mi habilidad para cazar el sentido del texto a la primera. A veces me frustro frente a dos frases que se interponen en mi lectura por una palabra que no comprendo; intento pescar pistas del contexto para hacerme una idea general y, a la hora de la relectura, estar armado de elementos que me sirvan para comprender. No siempre lo consigo; es ahí cuando debo acudir al diccionario a resolver la duda para no estancarme y avanzar. Dentro del texto, rendirme por un bloqueo no es permitido; me desanimo sí, pero siempre estoy presto a desafiar mi automatismo lector e ir mejorando en el acto de leer. Mi avance es lento pero significativo; es necesario.

Algún día seré profesor y será mi deber enseñar a leer, invitar a los jóvenes a curiosear entre las líneas. Para eso es necesidad saber hacerlo y me falta un buen trecho para sentirme capaz de compartirle mi cómo leer a alguien. Disfruto mis lecturas en cuanto las entienda: si ésta no me dice, no me deja o no soy capaz de sacar algo, no aportará un ápice a mi universo lector y no es que me abunde. Además, llegar a un salón de clases sin un universo lector más allá del académico resulta poco productivo además de desgraciado para los muchachos a mi cargo. Por eso me reafirmo como el retazo de lector que soy; lector en proceso, en formación; aspirante a la posibilidad de trascender la lectura para, eventualmente, enseñarla.

El límite para ser un caballero

Llueve a cántaros afuera; es otro mundo. Adentro la vida fluye a gritos, órdenes, luces y un hombre con una cámara enorme corriendo por el lugar. ¡Acción! Miguel camina por un sendero cubierto de polvo gris. Las piedras de icopor le rodean y frente a él, los galeotes hechos esclavos. Sancho camina a su lado, junto a un burro, imaginario, porque todavía no lo han montado en la escena. Es muy difícil conseguir un burro y no tan difícil crearlo digitalmente. A Miguel le asquea que no haya burro y le gusta su personaje, Don Quijote. ¡Corten! Excelente, muy buen Quijote. Afuera llueve,pero en la Obra de Cervantes no llovió nunca, es curioso y da el placer de vivir.

-         Haremos la escena del Yelmo otra vez.
-         Señor director, la escena también ocurre en un exterior. La luz no queda real.
-         Eso le toca a arte. Además, querido Quijote: La vida ocurre en un escenario.

Su vida transcurrió, efectivamente, en un escenario. Bajo este. Las luces eran de colores y no puede compararlas porque no salió mucho al exterior. Mientras actúa en público o para la cámara,  los anuncios de neón que vio cuando finalmente salió del teatro se le parecen a las luces del escenario. Pero las luces estuvieron primero. Su vida está en la tarima, viendo teatro, leyendo guiones,obras de caballería y su favorita, la del Ingenioso hidalgo. Él es el único que podría hacer ese papel, lo vivió por años, lo interiorizó, dibujó su propia realidad. Frente a la cámara es el Quijote, imbatible, ingenioso y noble de Cervantes. Escena doce, ¡Acción! Miguel camina hacia el hombre que tiene el yelmo de Mambrino. Sancho, terco, ve una bacía, pero es comprensible; está embrujado y él, el pobre Sancho es un hombre sencillo. ¡Pobre Sancho! Pero la bacía debe caer en las manos correctas, en las suyas, las del Caballero Quijote; las merece. Se debate con ira hasta ahuyentar al insensato; su nobleza triunfa. ¡Corten! No se debe ceder el yelmo tan fácil, una cosa es la literatura y otra el cine; cuando se muestran las cosas se muestran exageradas,diferentes, más claras. Ambos medios tienen distintos lectores. Miguel no suelta la bacía.

-         Director, deberíamos dejar los exteriores para grabarlos afuera.
-         ¿No ve que estamos rodeados por una lluvia que muta la ciudad y la asfixia?
-         Esperemos.
-         Eso no se apaga, no me haga perder el tiempo.Escena catorce. Vaya a su puesto.

¡Acción!

Es tarde cuando sale del set de grabación. El Quijote camina por las calles hasta su apartamento. Años han pasado desde que lo echaron del teatro. Iban a demolerlo y él estaba muy viejo. Ellos  necesitaban el espacio; no podía vivir en un teatro sin actores ni público; no podía vivir en el teatro de nadie. Alquiló al apartamento a una señora con muchos gatos. Lo alquiló porque el lugar era económico, incluía dos gatos y estaba muy cerca de la zona de teatros. Al gato grande le puso Rocinante y al otro Babieca; les quedaban sus nombres.

El Quijote come medianamente bien. No cocina mucho pero el cine y el teatro le han estado pagando bien últimamente, así que se permite pedir a domicilio todos los días. No sale mucho, no le gusta hablar, solo leer escondido en su apartamento. A veces sube a jugar con la baraja española de la señora de los gatos, hasta que ella lo despacha por sueño. Luego mira cine español de caballería hasta que se aburre. Su vida está llena de calle, pero calle sin significado, calle de ciudad, de gente, de movimiento, de indiferencia. Don Quijote se cansa con facilidad y siente que las horas se pasan rápido hasta que llegan a él y justo cuando están a su lado, abren una partida de ajedrez y no siguen hasta terminarla. Pueden pasar años de su vida mirando el reloj con la misma hora. Por eso prefiere releer la obra. No quiere dejar pasar nada. Afuera llueve y piensa que en el Quijote sí llovió una vez.Trata de acordarse cuál es el momento pero el sueño precede a la respuesta y se deja caer con toda su armadura sobre la cama.

Debe estar en el set a las 8. A las siete ya está en la puerta, esperando a que abran. El Quijote madruga mucho para llegar caminando a tiempo; no viaja en el transporte moderno y arbitrario. La chica que abre llega ojerosa faltando diez y saluda sin mucho humor. Abre la puerta del set y se pierde adentro sin esperarlo. El Quijote pasa la puerta y cuelga su armadura junto a la entrada. Camina hasta el set y espera. Pronto llegan todos y comienzan a prepararse.

-         Hoy interiores para hacer feliz al Quijote. La escena de la quema de libros de primero.

Miguel se termina de organizar su bigote y sonríe al director con su peculiar megáfono en la mano. Afuera sigue lloviendo, pero esta vez es un interior; todo es más coherente, menos loco.

¡Acción!

Apuntes

Hace dos o tres años que solo me limito a observar. No visito el cuaderno donde alguna vez me senté a admirar la vida con mis palabras; ya no escribo. No sueño. El alfabeto es caótico en mis trabajos y se siente el silencio en mis cortos discursos, la ausencia de mí. El lenguaje no era un frecuente visitante de mis ideas hasta que se me ocurría contar algo y como un acto final de ilusionista, aparecía. Ahora no aparece, tampoco escribe para preguntar si sigo aquí, porque lo sabe. Sabe que soy un observador lento, sin ideas bellas ni útiles, lleno de una curiosidad sin dirección. Sabe que me he dejado asfixiar por la agonía de hacer las cosas “bien”, lo mejor posible, llenar expectativas, contar lo que vale la pena. Y bueno, observando, pienso.

Y decido que todo vale la pena para mí. Y no sé si querrás leerlo.

Ya no escribo.

Sobre la hipocresía de conocer el mundo

No se deje timar por la escuela ni la familia. Hace mucho que se les olvidó por qué y para qué actuaban de equis o yé manera. Ese cuento de que te enseñan lo correcto para ser ciudadano es basura, como la literatura moderna, el apio y la hipocresía del periodismo de escribir no-ficción. No te creas los edificios ni las calles que te muestran, no aceptes eso que ponen en los mapas ni valides las reglas de convivencia como si tal cosa. No te enamores; luego la “cagas” y tu pobre moral, como un mecanismo obsoleto y absurdo, se dispara en forma de culpa. La vida puede llegar a ser tan aburrida como una película de dos horas pero mucho más extensa. Eso si jamás dejas los prefabricados sociales y miras la calle desde un sillón.

Ahora, salir a la calle no es fácil. Roban, matan, violan y piden limosna. La ciudad es un paseo de coincidencias aleatorias, al igual que la vida misma. Y allí está el riesgo, la adrenalina, los treinta latidos por segundo que te hacen correr desde Universidades hasta el CAI rojo en unos pocos minutos. Esto sí se parece a ser ciudadano, un glóbulo con independencia en un sistema descompuesto de edificios, sí. No te enseñan en la escuela a disfrutar la vida mientras te la juegas toda, no; te enseñan a dar un paso a la vez, asentar el paso, comprar zapatos nuevos y reflexionar por diez años el siguiente. ¡Vaya mierda! La vida nunca te da tanto tiempo; toca correr.

Ser ciudadano no se limita a sentarse cinco mil horas de vida frente a un tablero intentando aprender a pensar. Se necesita experiencia, salir a jugarse la cabellera en el bosque de hierro que rodea tu hogar. Pensar no se estanca en los libros y si no entiendes para qué mierda te meten a patadas las matemáticas, te servirán tanto como las flores de plástico. Si no te haces a la idea de que la lógica de p implica q puede pasarte una autopista, seguirás desperdigando segundos por la acera mientras el puente peatonal se ríe de ti. Pensar no se aprende en los libros, en el monólogo. Luego tendrás miedo a que te discutan una sola idea porque toda tu vida trabajaste en creértela.  – Hola, qué tal, estás equivocado – No, blasfemo ¿Es qué no lees? - ¿Es que no piensas?

¿Es que no vives?

Y bueno, coño, de nuevo te digo que no te creas todo. La ciudad está llena de símbolos que  gritan sentido, pero sólo puedes acceder a ellos si esa educación que tuviste no te limitaste a creértela sino que además la significaste descaradamente – El sistema no está muy de acuerdo con que pienses mucho –. Un Pare no te incita a detenerte; te exige que tengas cuidado en una estampida de hierro y prisa. Un semáforo es un acuerdo implícito entre ciudadanos – unos más brutos que otros – para nadar la ciudad sin que un caimán se cobre varias vidas. Ser ciudad exige pensar, interpretar, observar y ser.

Quiero invitarte a que, después de leer el libro, vayas a la fuente más cercana y te sientes a seguir leyendo. Personas, imágenes, relojes, miradas, latidos, sonidos, gritos, vida en general. Quiero que te preguntes que tipo de engranaje eres y en qué mentira están atrapados todos. Luego levántate, aspira profundo toda la contaminación del “progreso”


Y continúa viviendo.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Fragmento de " El Tango de la guardia vieja": Un Tango de Max...

La mujer bailaba bien, comprobó Max Costa. Suelta y con cierta audacia. Incluso se atrevió a seguirlo en un paso lateral más complicado, de fantasía, que él improvisó para tantear su pericia, y del que una mujer menos ágil habría salido poco airosa. Debía acercarse a los veinticinco años, calculó. Alta y esbelta, brazos largos, muñecas finas y piernas que se adivinaban interminables bajo la seda ligera y oscura, de reflejos color violeta, que descubría sus hombros y espalda hasta la cintura. Merced a los tacones altos que realzaban el vestido de noche, su rostro quedaba a la misma altura que el de Max: sereno, bien dibujado.  Trigueña de pelo, lo llevaba un poco ondulado según la moda exacta de esa temporada, con un corte a ras descubriendo la nuca. Al bailar mantenía la mirada inmóvil más allá del hombro de la chaqueta de frac de su pareja, donde apoyaba la mano en la que relucía un anillo de casada. Ni una sola vez, después que él se acercase con una reverencia cortés ofreciéndose para un vals lento de los que llamaban Boston, habían vuelto a mirarse a los ojos. Ella los tenía de un color miel transparente, casi líquido; realzados por la cantidad de rimmel justo – ni un toque más de lo necesario, lo mismo que el carmín de la boca – bajo el arco de unas cejas depiladas en trazo muy fino. Nada tenía que ver con las otras mujeres que Max había escoltado aquella noche en el salón de baile: señoras maduras con perfumes fuertes de lila y pachulí, y torpes jovencitas de vestido claro y falda corta que se mordían los labios esforzándose en no perder el compás, se ruborizaban cuando les ponía una mano en la cintura o batían palmas al sonar un hupa-hupa. Así que por primera vez aquella noche, el bailarín mundano del Cap Polonio empezó a divertirse con su trabajo.
No volvieron a mirarse hasta que terminó el Boston – era What I’ll Do – y la orquesta atacó el tango A media luz. Se habían quedado un momento inmóviles en la pista semivacía, uno frente al otro; y al ver que ella no regresaba a su mesa – un hombre vestido de smoking, seguramente el marido, acababa de sentarse allí – con los primeros compases él abrió los brazos y la mujer se adaptó de inmediato, impasible como antes. Apoyó la mano izquierda en su hombro, alargó con languidez el otro brazo y empezaron a moverse por la pista – deslizarse, pensó Max que era la palabra – de nuevo con los iris de color miel fijos más allá del bailarín, sin mirarlo aunque enlazada a él con una precisión asombrosa; al ritmo seguro y lento del hombre que, por su parte, procuraba mantener la distancia respetuosa y justa, el roce de cuerpos imprescindibles para componer las figuras.

-          -  Le parece bien así – preguntó tras una evolución compleja, seguida por la mujer con absoluta naturalidad.
Ella le dedicó una mirada fugaz, al fin. También, quizás, un suave apunte de sonrisa desvanecido en el acto.

-      -     Perfecto.

En los últimos años, puesto de moda en París por los bailes apaches, el tango, originalmente argentino, hacía furor a ambos lados del Atlántico. De modo que la pista no tardó en animarse de parejas que evolucionaban con mayor o menor garbo, trazando pasos, encuentros y desencuentros que, según los casos y la pericia de los protagonistas, podían ir de lo correcto a lo grotesco. La pareja de Max, sin embargo, correspondía con plena soltura a los pasos más complicados, adaptándose tanto a los movimientos clásicos, previsibles, como a los que él, cada vez más seguro de su acompañante, emprendía a veces, siempre sobrio y lento según su particular estilo, pero introduciendo cortes y simpáticos pasos de lado que ella seguía con naturalidad, sin perder el compás. Divirtiéndose también con el movimiento y la música, como era patente por la sonrisa que ahora gratificaba a Max con más frecuencia tras alguna evolución complicada y exitosa, y por la mirada dorada que de vez en cuando regresaba de su lejanía para posarse unos segundos, complacida, en el bailarín mundano.
Mientras se movían por la pista, él estudió al marido con los ojos profesionales, de cazador tranquilo. Estaba acostumbrado a hacerlo: esposos, padres, hermanos, hijos, amantes de las mujeres con las que bailaba. Hombres, en fin, que solían acompañarlas con orgullo, arrogancia, tedio, resignación u otros sentimientos igualmente masculinos. Había mucha información útil en alfileres de corbata, cadenas de reloj, pitilleras y sortijas, en el grosor de las carteras entreabiertas mientras acudían los camareros, en la calidad y corte de una chaqueta, la raya de un pantalón o el brillo de unos zapatos. Incluso en la forma de anudarse la corbata. Todo era material que permitía a Max Costa establecer métodos y objetivos al compás de la música; o, dicho de modo más prosaico, pasar de bailes de salón a posibilidades más lucrativas. El transcurso del tiempo y la experiencia habían acabado asentándolo en la opinión que siete años atrás, en Melilla, obtuvo del conde B oris Dolgoruki-Bragation – cabo segundo  legionario en la primera Bandera del Tercio de Extranjeros –, que acababa de vomitar, minuto y medio antes, una botella entera de pésimo coñac en el patio trasero del burdel de la Fátima:

-         -   Una mujer nunca es solo una mujer, querido Max. Es también, y sobre todo, los hombres que tuvo, que tiene y que podría tener. Ninguna se explica sin ellos… Y quien accede a este registro posee la clave de la caja fuerte. El resorte de sus secretos.
Dirigió un último vistazo al marido desde más cerca, cuando al concluir esa pieza acompañó a su pareja de vuelta a la mesa: elegante, seguro, pasados los cuarenta. No era un hombre guapo, pero sí de aspecto agradable con su fino y destinguido bigote, el pelo rizado un punto canoso, los ojos vivos e inteligentes que no perdieron detalle, comprobó Max, de cuanto ocurría en la pista de baile. Había buscado su nombre en la lista de reseras antes de acercarse a la mujer, cuando aún estaba sola, y el maître confirmó que se trataba del compositor español Armando de Troeye y señora: cabina especial de primera clase con suite y mesa reservada en el comedor principal, junto a la del capitán; lo que a bordo del Cap Polonio significaba mucho dinero, excelente posición social, y casi siempre ambas cosas a la vez.

-           - Ha sido un placer, señora. Baila maravillosamente.

-           - Gracias.


Hizo una inclinación de cabeza casi militar – solía agradar a las mujeres esa manera de saludar, y también la naturalidad con que tomaba sus dedos para llevarlos cerca de los labios –, a lo que ella correspondió con un asentimiento leve y frío antes de sentarse en la silla que su marido, puesto en pie, le ofrecía. Max volvió la espalda, se alisó en las sienes el reluciente pelo negro peinado hacia atrás con gomina, primero con la mano derecha y luego con la izquierda, y se alejó orillando la gente que bailaba en la pista. Caminaba con una sonrisa cortés en los labios, sin mirar a nadie pero advirtiendo en su metro setenta y nueve centímetros de estatura, vestido de impecable etiqueta – en eso había agotado sus últimos ahorros antes de embarcar con contrato de ida para el viaje a Buenos Aires –, la curiosidad femenina procedente de las mesas que algunos pasajeros ya empezaban a abandonar para dirigirse al comedor. Medio salón me detesta en este momento, concluyó entre resignado y divertido. El otro medio son mujeres.