Leer, ha sido, gran parte de mi vida, algo mecánico. Recorro los textos sin tregua, mientras cazo piezas de rompecabezas con la expectativa de armar una o varias ideas. No me tropiezo, corro sin mirar atrás, pescando ideas fáciles frente a mí que puedan servirme para digerir. Le arranco un sentido – cualquiera – a las palabras, las frases, los párrafos; me apresuro a llegar al final para que mi memoria sostenga todo lo que quepa en la pequeña ánfora que me tocó; luego la vuelco en el borde de la página y reviso, escaneo, pienso, reflexiono lo que me quedó. Finalmente vuelvo al texto y tras digerirlo levemente, empiezo a leer.
A mis cinco años, cuando me “leía” la Historia Interminable de Ende, no pensé que enfrentarme a un texto sería difícil. Me resultaba sencillo pensar que podía correr por las páginas siguiendo a Bastián Baltasar Bux o Atreyu en sus aventuras, sin pensar en trascender el texto. Todo era hermoso, entretenido y demasiado sencillo. A mis veinticinco años agonizo con treinta páginas de texto escrito las cuales leo en silencio, en voz alta, a gritos y me llevan a encerrarme en el cuarto para reflexionar o enredarme la cabeza. Al final, sin embargo, el texto no me dice mucho. Se queda callado, su título en mis pupilas, esperando que procese sus ideas o vuelva a entrar en él.
No puedo presumir de mi universo léxico, ni de mi habilidad para cazar el sentido del texto a la primera. A veces me frustro frente a dos frases que se interponen en mi lectura por una palabra que no comprendo; intento pescar pistas del contexto para hacerme una idea general y, a la hora de la relectura, estar armado de elementos que me sirvan para comprender. No siempre lo consigo; es ahí cuando debo acudir al diccionario a resolver la duda para no estancarme y avanzar. Dentro del texto, rendirme por un bloqueo no es permitido; me desanimo sí, pero siempre estoy presto a desafiar mi automatismo lector e ir mejorando en el acto de leer. Mi avance es lento pero significativo; es necesario.
Algún día seré profesor y será mi deber enseñar a leer, invitar a los jóvenes a curiosear entre las líneas. Para eso es necesidad saber hacerlo y me falta un buen trecho para sentirme capaz de compartirle mi cómo leer a alguien. Disfruto mis lecturas en cuanto las entienda: si ésta no me dice, no me deja o no soy capaz de sacar algo, no aportará un ápice a mi universo lector y no es que me abunde. Además, llegar a un salón de clases sin un universo lector más allá del académico resulta poco productivo además de desgraciado para los muchachos a mi cargo. Por eso me reafirmo como el retazo de lector que soy; lector en proceso, en formación; aspirante a la posibilidad de trascender la lectura para, eventualmente, enseñarla.