El teléfono sonó tres veces antes de que me aviniera a contestarlo. Estaba tranquilo antes de responderlo, un poco lento por toda una tarde sentado frente al televisor, pero realmente tranquilo.
- Parce – La voz se escuchaba cansada y lejanamente conocida - ¿Qué se hace cuando se pierde un amigo?
- Eh… - Reflexioné un momento el contexto antes de darme cuenta que éste no me daría la respuesta – Pues no sé… supongo que intentar recuperarlo ¿no?
- No funciona, nunca funciona… cuando el amigo le da la espalda no hay de donde agarrar… ni siquiera están las arrugas de la camisa…
- Pues jálalo del cabello ¿o es calvo también? – me sonreí un poco – No mentiras, a lo bien no sé. Hable con él, de pronto esa persona tiene tu respuesta…
- Nada… - Respiró profundo, al otro lado de la línea antes de continuar – Usted no tiene idea, al igual que yo. Pero gracias por escucharme parce y pues… nada, ya perdí supongo… duele una mierda pero hay que seguir… hablamos.
Se escuchó un clac y luego un timbre palpitante en mis oídos. Colgué el teléfono y me tiré en el sillón, cuan largo era. - ¡Putas! – pensé. No tenía idea de que hacer cuando se perdía un amigo. Si el amigo muere, nada que hacer, pero si está allí, inaccesible pero allí debe ser muy duro. Tarde o temprano se olvida ¿no?... revise mentalmente a todos mis amigos y a todos los que había dejado ir… Eran muchos. Cada etapa de mi vida me había brindado amigos distintos, amigos con los que sobrevenía toda esa etapa. Nunca me habían dejado tirado en la mitad. Yo si los había dejado embalados; no en el momento, en ese entonces estuve con ellos y para ellos, pero si en la maratón sin meta que era la vida. Había adaptado mi entorno para adaptarme y a mis amigos. Era “normal”.
Pasé los canales sin prestar atención. Mi mente estaba liberando corchos de recuerdos y dejaba salir oleadas de un vino amargo en mi memoria. Primero fueron recuerdos bonitos, luego fueron huellas vacías, donde estaba solo, pensando. Agité mi cabeza y traté de sellarlos; estaba bastante bien como para revivir aquello que ya había “dejado ir”. No sirvió de nada, su sonrisa rota se pinto lentamente en mi memoria, con acuarelas que descorría el vino. Su sonrisa. Su mirada.
Una lágrima bailó por mi mejilla antes de desaparecer. Sí sabía que hacer cuando se perdía una amiga; había que dejarla ir, yo lo hice. Yo fingí ser duro, yo solté su mano, siempre en la mía y le di un empujón hacía la salida. Ese era el consejo que le daría a quien me llamó. Debía devolverle la llamada.
Caminé hasta el teléfono, lo levanté y miré pensativo el teclado. No tenía un atisbo de quien me había llamado; quizás fui yo mismo pidiéndome consejo de nuevo; o tal vez equivocado. Regresé a la sala y me dejé caer en el sillón. De nuevo no me importaba nada, ni la llamada ni aquella mirada. Me puse cómodo y subí el volumen del televisor.