martes, 22 de mayo de 2012

Te necesito


Tarareaba frecuentemente una tonada de su autor favorito. No significaba mucho para él; de hecho la música que escuchaba no le daba sentido a su vida. Solo le divertía. Le gustaba repetir la rutina de enamorarse de una belleza, conquistarla – Con música, palabras bonitas – intentar estar a su lado, aburrirse y largarse. Siempre era así y le convenía: la sociedad le permitía dar el primer paso y dejarlas aburridas, molestas y pensando en que los hombres juegan con las mujeres ya que no pueden con muñecas. Pero toda historia necesita un punto de giro, un evento una transformación. Para él, llegó vestido de inocencia y con animos de confiar en todo; una niña despistada atrapada en su encanto inconsciente:Isabel.

La conoció en un momento crucial de su vida – Otro de muchos –, unos minutos que fueron una colisión de casualidades forzando una cercanía absurda. Ella era una niña aún, de blusas, música popular y dudas. Él era una respuesta parada contra la pared, solemne y callado. La curiosidad lo encontró y mirándole con ojos grandes como platos le hizo una pregunta, sin preambulos, evitando rodeos. El mintió - como siempre - sin dudarlo, pero fue diferente. Mintió para hacerla reír. Fue incómodo y extraño. Nunca había usado su escudo de esa manera y se erizó con las carcajadas de la niña; la charla siguió, dueña de la necesidad de buscarse y en unos minutos  se encontraron el uno al otro, acordes, distintos, dueños de una simpatía nada común en unos desconocidos.

Él la ayudó a crecer. Desviándose de su rutina la encontró como su amiga, una niña que se alegraba de su compañía, que le interesaba aprender de él y que se perdía en su cháchara. Ella, sin darse cuenta, se dejó atrapar sentimentalmente en su juego inconsciente. Él no lo vio. Sus lentos pestañeos y los largos suspiros mientras devoraban el tiempo. Las noches abrazados, respirándose, y jugando con sus manos con una tosca inocencia. Las largas charlas sobre el amor y los silencios que se volvían necesidad de besarse. Él no supo enamorarse y ella cambió. Empezó a escuchar la música que quería y a tararear las canciones del autor favorito que tenían en común. El tiempo juntos se fue desvaneciendo y cada día la distancia se convertía en importancia para él y olvido para ella. Las palabras, los significados y el mundo se volvieron puntos de vista apartados, puntos que no se querían ver, ojos cerrados. Crecer la fraccionó en lo que quería con respecto a quien lo quería. Él la vio, distinta, parecida, lejos de lo que era y su dolor, más ficticio que real lo forzó a moverse. Creció.

Los daños se hicieron meses y los meses temporadas. Estaban juntos pero separados, tarareando al mismo autor, sin dirigirse la palabra. Los veían como amigos, pasaban tiempo juntos, parecía que charlaban pero no decían nada. Se quedaban en las convenciones y en un silencio cómodo que no los dejaba separarse. Vivían en frecuencias distintas, él superando su fantasma, ella viviendo su vida y sus gustos. El tiempo empezó a dejar marcas de pasado pero no prestaron atención y continuaron abandonanse a la indiferencia. El hielo terminó de condensarse, y las grietas desaparecieron. Sus ojos no se volvieron a encontrar.

Un día cualquiera, la casualidad los reencontró en un bar, como amigos, sin la frialdad de los buenos conocidos, y les prestó algunas palabras para pasar el rato y el plante que les hicieron. Rieron, recordaron y se miraron. Él la tomó de la nuca y la besó sin pedir permiso, sin permitirle evitarlo, sin retractarse. Ella se resistió y luego se dejó llevar. Fue un beso largo, sin miradas, sin caricias, solo el roce de los labios y las lenguas. El tiempo pudo haberse detenido, dejandolos en ese placer de expresar sin palabras todo lo callado. Pero el final llegó, abrieron los ojos y la realidad les sonrió de nuevo. El silencio se sentó junto a ambos y no les permitió decir nada. La música de fondo cambió y ambos inconscientemente tararearon, sin percatarse del otro, un fragmento de canción ya gastada en su memoria:

y una nube de arena dentro del corazón, y esta racha de amor sin apetito.
Los besos que perdí, por no saber decir:
                                                                  “te necesito”.

domingo, 6 de mayo de 2012

Laberinto


La vieja terminó mal después que la eché de mi lado. Se perdió en la vanidad y en la generalización del género masculino. Ahora solo elige los peores; si todos son iguales ¿Qué más da? Por mi parte, mandarla a la mierda supuso una pared. Se acabaron las ventajas de tenerla contenta y no me motiva rogarle a alguien que esté conmigo solo para derrumbar ese muro. Me contradigo. Cada noche me vuelvo los caprichos de la ciudad, así no me anime. Reinvento los callejones ruidosos y los sobrevivo; me adapto a los círculos que ya no les da la gana de cambiar. Aun así, el muro de la ausencia no cae, sigue allí; pretende persistir. Los días que veo grietas y consigo un beso rápido, baboso, largo, de lástima o un abrazo con caricia en la entrepierna, me da por creerme albañil y lo cierro. Algún órgano, aún fiel a mi herencia cultural – quizás mi hígado que se queja tanto – me empuja a sentir asco por esas relaciones fugaces; de un rato. Termino de nuevo vagando por las avenidas de gente indiferente e hipócrita. Me vuelvo uno más y comparto su aire podrido esperando ser, en algún momento, otra sombra guiada de la mano en la muchedumbre.

Dejaré de fumar, me digo en algún momento, “me hace daño” afirmo con convicción ajena. Empiezo con esa nueva ruta y mi vida sigue en el mismo tono. La historia de tragedia se mantiene, pero la forma del relato ahora tiene nuevos recursos: El tedio y la puta necesidad de todo. Un narrador podría poner un cuchillo encima de la mesa, una caja de antidepresivos al lado de mi cama o una soga y no se malgastarían. La mesa sigue vacía tras el trabajo. Mi cuarto, cada minuto más desordenado, no propone nuevos desarrollos. La línea de mi vida me echa la culpa cada que me ve y acepto con resignación; los roles del villano, la víctima y el bufón me fueron asignados sin posibilidad de reembolso. Grito a la noche y compro una caja de cigarrillos. Me apoyo en la baranda de algún mirador durante una hora llana y enciendo uno. Mi vida continúa sin giros inmediatos  o inesperados.

-          Parce, busque una vieja, es una hartera verlo así –
-          Amor, si quieres me paso por tu apartamento en la noche; si cualquier cosa, estoy en “casa de mis amigas” -

Le sonrío a mi amigo y le suelto cháchara sobre el machismo y el amor como ente manipulador. Rechazo el ofrecimiento de su novia - Si terminas un día con Alejo te acepto. Ahora es mi amigo y no me lo quiero cagar así - Ambos me miran con cara de idiotas y yo les correspondo. ¿Qué esperan que haga? No es tan sencillo. El muro de su ausencia todavía sigue allí, irreductible, riéndose de mi incapacidad de pasar de ella. El cambio de mis pequeños hábitos no son brechas lo suficientemente grandes para opacar la forma de su sexo; un cambio me devuelve a sus labios gruesos en círculos sobre mi boca, bajando por mi pecho, humedeciendo mi cuerpo de sudor y saliva. Regreso a sus pezones duros, y a mi mano dibujando su torso sobre la cama. Recuerdo su mirada excitada y su risa tonta que me hacía reír. El esfuerzo es vano y lastima; prefiero no cambiar, sufrir y fingir que no me importa. Soy  débil.

 En algún momento mi orgullo se tenía que regar hasta cagarla. La cagué. No hay camino de vuelta y para seguir, toca improvisar.

Deshago mi ritmo de vida y marco un número. Lo dejo sonar tres veces y cuelgo. No me acostumbro a insistir en el teléfono; si no me contestan hay más razones para no llamar de nuevo que excusas por no levantar el auricular. La vida confabula en mi contra. Eso o no le importo. Levanto el teléfono y escucho el timbre durante unos minutos hasta que se corta todo sonido. ¿Si todos los hombres son iguales, me aceptará un rato en su cama como uno más? Me visto de cualquier manera y salgo a la calle, guiado de la mano por una esperanza vana. Una gota de tragedia golpea mi nariz. La siento como una carcajada silenciosa del muro que me atrapa. Es una declaración de guerra. Sigo adelante pero a la primera, luego le siguen dos, tres, muchas y la acera se inunda. Me dejo caer en el andén, cansado de todo y trato de encender un cigarrillo pero la lluvia me lo impide. Río sin ganas.

-        ¡ Puta!… Otra pared

miércoles, 2 de mayo de 2012

La Índole de un Adiós Apresurado

Y mi pereza se vio subyugada por el mensaje en la nevera. Una nota con caligrafía de mujer que revivía los temores que me habían perseguido tantos años. Tomé un lapiz, agregué una línea y corrí a la habitación a llenar mis maletas. Para cuando ella regresó, la casa estaba en silencio y vacía. Fue, tras una vana busqueda que su padre encontró un vestigio arrugado al pie de la nevera que decía en fina tinta negra: : "Hoy traigo a mis padres. ¡Sorprendenos!". y remataba toscamente en lapiz casi al borde de la hoja: ¡Sorpresa!