Tarareaba frecuentemente una tonada de su autor favorito. No significaba mucho para él; de hecho la música que escuchaba no le daba sentido a su vida. Solo le divertía. Le gustaba repetir la rutina de enamorarse de una belleza, conquistarla – Con música, palabras bonitas – intentar estar a su lado, aburrirse y largarse. Siempre era así y le convenía: la sociedad le permitía dar el primer paso y dejarlas aburridas, molestas y pensando en que los hombres juegan con las mujeres ya que no pueden con muñecas. Pero toda historia necesita un punto de giro, un evento una transformación. Para él, llegó vestido de inocencia y con animos de confiar en todo; una niña despistada atrapada en su encanto inconsciente:Isabel.
La conoció en un momento crucial de su vida – Otro de muchos –, unos minutos que fueron una colisión de casualidades forzando una cercanía absurda. Ella era una niña aún, de blusas, música popular y dudas. Él era una respuesta parada contra la pared, solemne y callado. La curiosidad lo encontró y mirándole con ojos grandes como platos le hizo una pregunta, sin preambulos, evitando rodeos. El mintió - como siempre - sin dudarlo, pero fue diferente. Mintió para hacerla reír. Fue incómodo y extraño. Nunca había usado su escudo de esa manera y se erizó con las carcajadas de la niña; la charla siguió, dueña de la necesidad de buscarse y en unos minutos se encontraron el uno al otro, acordes, distintos, dueños de una simpatía nada común en unos desconocidos.
Él la ayudó a crecer. Desviándose de su rutina la encontró como su amiga, una niña que se alegraba de su compañía, que le interesaba aprender de él y que se perdía en su cháchara. Ella, sin darse cuenta, se dejó atrapar sentimentalmente en su juego inconsciente. Él no lo vio. Sus lentos pestañeos y los largos suspiros mientras devoraban el tiempo. Las noches abrazados, respirándose, y jugando con sus manos con una tosca inocencia. Las largas charlas sobre el amor y los silencios que se volvían necesidad de besarse. Él no supo enamorarse y ella cambió. Empezó a escuchar la música que quería y a tararear las canciones del autor favorito que tenían en común. El tiempo juntos se fue desvaneciendo y cada día la distancia se convertía en importancia para él y olvido para ella. Las palabras, los significados y el mundo se volvieron puntos de vista apartados, puntos que no se querían ver, ojos cerrados. Crecer la fraccionó en lo que quería con respecto a quien lo quería. Él la vio, distinta, parecida, lejos de lo que era y su dolor, más ficticio que real lo forzó a moverse. Creció.
Los daños se hicieron meses y los meses temporadas. Estaban juntos pero separados, tarareando al mismo autor, sin dirigirse la palabra. Los veían como amigos, pasaban tiempo juntos, parecía que charlaban pero no decían nada. Se quedaban en las convenciones y en un silencio cómodo que no los dejaba separarse. Vivían en frecuencias distintas, él superando su fantasma, ella viviendo su vida y sus gustos. El tiempo empezó a dejar marcas de pasado pero no prestaron atención y continuaron abandonanse a la indiferencia. El hielo terminó de condensarse, y las grietas desaparecieron. Sus ojos no se volvieron a encontrar.
Un día cualquiera, la casualidad los reencontró en un bar, como amigos, sin la frialdad de los buenos conocidos, y les prestó algunas palabras para pasar el rato y el plante que les hicieron. Rieron, recordaron y se miraron. Él la tomó de la nuca y la besó sin pedir permiso, sin permitirle evitarlo, sin retractarse. Ella se resistió y luego se dejó llevar. Fue un beso largo, sin miradas, sin caricias, solo el roce de los labios y las lenguas. El tiempo pudo haberse detenido, dejandolos en ese placer de expresar sin palabras todo lo callado. Pero el final llegó, abrieron los ojos y la realidad les sonrió de nuevo. El silencio se sentó junto a ambos y no les permitió decir nada. La música de fondo cambió y ambos inconscientemente tararearon, sin percatarse del otro, un fragmento de canción ya gastada en su memoria:
y una nube de arena dentro del corazón, y esta racha de amor sin apetito.
Los besos que perdí, por no saber decir:
“te necesito”.
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