- ¿Cuándo lo recogen? – preguntó el hombre operado antes que él. La pregunta se quedó sin contestar pero no fue olvidada; ni siquiera después que el hombre se fue. La pregunta siguió resonando en sus oídos.
- Ya no me recogen, no queda nadie a quien le importe – susurró con un dejo de tristeza para sí mismo. En sus ojos apagados no se podían ver emociones, pero su voz temblaba cada vez que murmuraba algo entre dientes. A su alrededor, los otros pacientes no evitaban hablar a sus espaldas, pero a él no le importaba, sabía que al final se terminarían yendo como todos los anteriores.
En las noches sufría. Entre sueños podía ver su hogar en llamas, escuchar los gritos desesperados y después el silencio junto al crepitar vacío de las llamas. Luego despertaba y se daba cuenta que estaba vivo. – Fue simple mala suerte – le decían las enfermeras; No se animaba.
- No, no fue simple mala suerte, fue simple egoísmo –
Soportaba las tardes con tedio y rutina. Afirmar, negar, aceptar. Antes también era así. A su esposa no le hablaba, solo le movía la cabeza y aceptaba lo que decía. Le daba igual. No lo pasaba mal, pero le cansaba demasiado hablar con ella. – ya hablé con ella antes de la boda y después un tiempo ¿no? – se convencía a sí mismo en las peleas. Pero eso era antes. Ahora era distinto, la extrañaba un poco, pero sus ojos se mantenían impávidos. No lloró antes, no lloraría ahora.
- Estarás bien, pronto te daremos de alta. ¡Anímate! Te están esperando afuera para cuidar de ti – Le dijo un doctor, con su sonrisa hipócrita. La misma sonrisa con la que disfrazaban las malas noticias. Mentía como todos los que iban a visitarlo. Ya nadie lo esperaba, ni afuera ni en ninguna parte. Pero pocos le visitaban: el doctor y las enfermeras que se rotaban para darle de comer. Todas vestidas de rosa. Cubriendo la sangre en sus cuerpos con batas blancas que se impregnaban y se desteñían.
- Abre la boca, debes alimentarte – La abrió aunque no lo quería. O quizás, sencillamente no lo merecía. Su único brazo estaba en tratamiento y a duras penas le sirvió para arrastrar la silla de ruedas. Tenía que ser una señal: No merecía comer. Pero lo hizo igual que siempre, y se odió por eso. Se odió por todo.
Lentamente el tiempo llegó a su fin y lo dejaron libre de la prisión de paredes blancas.
– Adiós – No dijo más. No agradeció, ni miró atrás. A nadie le importó. Nada cambió cuando se fue; su cama fue ocupada por otra persona y la vida diaria siguió en el hospital. Nada cambiaría. Nunca.
El hombre desapareció un tiempo. Luego se volvió famoso unos minutos, junto a una soga rota en un periódico diario, para después desaparecer como el resto de noticias.
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