- Una vez me traicionaste, ahora he regresado a matarte –
La daga se deslizó por la habitación y buscó los latidos agitados por el miedo que resonaban en todas partes. En su filo, gotas escarlatas cantaban la muerte de los desgraciados que se habían puesto en su camino hacia su venganza. Pero eso acabaría hoy. Acabaría de la misma manera que empezó, sin premeditarlo, sin pensarlo, sencillamente como algo que debía ocurrir.
- Antes me mataste. ¿No es justo que yo te comparta mi dolor?
La daga cortó la cortina y la habitación se iluminó con un gris espectral, dándole forma a los muebles en el estudio; iluminándola a ella. No sonreía, no mostraba emoción, solo sus latidos respondían a las palabras pronunciadas en la noche.
- Antes te esperé, ¿sabes? Pero nunca apareciste.
La daga avanzó hasta su cuello y se dejó caer entre sus pechos insensibles. Ella no reaccionó, le siguió mirando con sus ojos vacíos. La misma mirada con la que le prometió seguirle. La mirada que odiaba.
- Dejé el camino libre para los dos. Me libré de mi falsa vida de amante feliz por ti; borré a la familia que construí para que nadie nos molestara. Ahora ellos no se quejarán. Ahora nadie se quejará.
El filo de la daga cortó un poco de piel, pero la sangre no salió. Ella tampoco lloró. No mostraba miedo ni emoción alguna; estaba preparada. Solo los latidos se aceleraban por momentos y gritaban por toda la habitación. Una nube cubrió la luna y todo se oscureció un segundo. Cuando regresó, las sombras se habían desplazado, pero la daga seguía en el mismo lugar.
- No te daré una nueva oportunidad. Sufrí el infierno por esperarte. Mis pasos me delataron y me condenaron a callar en prisión. Pero algún día tenía que salir. Algún día tenía que volver por ti, para decírtelo, para comenzar a olvidarte: No te daré una nueva oportunidad.
La daga se hundió con fuerza en su piel de plástico, pero ella no se quejó. La primera puñalada fue lenta, las demás fueron mucho más rápidas. Sus ojos siguieron mirándole sin sentimientos, mientras los latidos resonaban en su cabeza. Unos latidos que aumentaban con cada puñalada y no querían cesar; los únicos latidos que no podía extinguir… Sus propios latidos.
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